martes, 17 de mayo de 2022

 

CULTURAS VIRTUALES

 

 

Eduardo Subirats*

 

Pantallas nos informan; pantallas nos ponen en contacto con el mundo; pantallas nos vigilan; pantallas formulan nuestros deseos y extienden nuestros sentidos; pantallas registran, reproducen, producen, crean; pantallas nos sitian; pantallas trazan las señas de nuestra identidad subjetiva y nuestro inconsciente colectivo; pantallas dan cuenta de nuestra felicidad y nuestra desesperación... Todo, desde nuestros sueños hasta las grandes decisiones que afectan al porvenir de la humanidad parece haberse convertido en un prodigioso efecto de pantalla. La definición de una cultura y una sociedad como espectáculo a gran escala, y la complementaria concepción de la existencia reducida a un efecto de pantalla supone, al mismo tiempo, aceptar que nada puede escapar a una concepto extendido y universal de diseño. El mundo como espectáculo virtual es una obra de arte total. La sociología posmoderna ha comprendido las expresiones cotidianas de la mediación electrónica de la intersubjetividad a una categoría general y abstracta de comunicación, de acción comunicativa. Pero en términos existenciales y cotidianos esta acción comunicativa se traduce en el diseño formal de las pantallas virtuales de la aldea global. Lo mismo el gran mundo de las decisiones políticas o las guerras, que las decisiones pequeñas sobre un desodorante o un detergente, todo se manifiesta, se programa y se cumple como el resultado de un diseño virtual del espectáculo de la realidad: un diseño de la existencia, idéntico con su administración integral.

Tres hitos de la modernidad del siglo XX confluyen y explican el proceso de espectacularización de lo real. El primero es la estética negativa de un sector particularmente importante de las vanguardias históricas europeas: el dadaísmo y el surrealismo, así como algunos aspectos del futurismo. Estas corrientes antiartísticas recorren diversos momentos: la estética del shock, el principio vanguardista de ruptura con las condiciones tradicionales o "normales" de la experiencia de lo real, la fragmentación y el collage como nuevo código de representación, la condena de lo racional o la apología del caos, la celebración de la violencia o el absurdo, en el sentido en que tantas veces lo reiteraron, a lo largo de manifiestos y acciones públicas, promotores como Tzara, Marinetti o Breton, y, a partir de la Segunda Guerra Mundial, se ha convertido en el lugar común de la comunicación social a gran escala.

En el surrealismo, esta estética negativa adquirió la expresión explícita de una sistemática destrucción de la experiencia artística y cotidiana de la realidad, y su completa sustitución por una construcción nueva, a la vez irracional y alucinatoria, seudomágica, seudoextática y sublime, definida como superrealidad o como simulacro. Tal fue el sentido de la revolución surrealista de Breton, Artaud o Dalí. Este mundo simbólico o esta estética coinciden hoy ampliamente con las expresiones más triviales de la publicidad, del consumo de masas y de la industria del entretenimiento.

El segundo momento es positivo: la construcción de una segunda naturaleza técnica y de una segunda realidad artificial, a menudo confundidas con el sueño idealista de una obra de arte total formulada por la estética del romanticismo europeo. En las vanguardias históricas europeas del siglo pasado el ideario de la obra de arte total partió de un principio estético racionalista o cartesiano, y de un código compositivo lógico-matemático. La utopía del PROUN de El Lissitzky fue la formulación más sencilla y pura de este programa productivo o productivista de las vanguardias. Fue la epopeya de una obra de arte que, a partir de los elementos abstractos comprendidos en la tela, proyectaba un espacio artificial de indefinidas dimensiones virtuales y reales, como si el cuadro se convirtiera de pronto en el principio productor de una realidad plástica, tecnológica y civilizatoria nuevas.

Esta dimensión productiva encontró en la arquitectura su medio de expresión y realización más adecuado. Se podrían citar a este propósito innumerables experiencias y programas arquitectónicos que, desde el expresionismo y el Bauhaus, hasta los proyectos para una arquitectura industrial de Le Corbusier o Hilberseimer, soñaron un proyecto de diseño total de las condiciones de producción de la vida, desde la alcoba hasta la fábrica, bajo una y la misma racionalidad productivista. Hoy este mismo espíritu se prolonga en la retórica de ciudades virtuales o imaginarias, y en la efectiva construcción de megaproyectos arquitectónicos concebidos como fortalezas medievales de alta complejidad tecnológica.

El poeta Paul Scheerbart, uno de los pioneros de la estética de los modernos rascacielos, y el arquitecto Bruno Taut concibieron una futura metrópoli de inmensas y relucientes torres cristalinas sobre la noche de la ciudad histórica y sus irresolubles dilemas. Según su fantasía futurista, formulada en el contexto de la Primera Guerra Mundial, la ciudad de los rascacielos de acero y vidrio sería lumino inmaterial y geométrica, y sus transverberaciones, sus vibrantes transparencias y especularidades estaban llamadas a anunciar una nueva era apocalíptica de profundas convulsiones y transformaciones, exaltada como la epifanía de un nuevo orden místico de la felicidad humana. Un mundo se venía abajo: el de las ciudades históricas con sus insuperables conflictos sociales, las guerras y su anhelo metafísico de muerte, como lo había formulado la filosofía de la cultura a finales del siglo XIX. Otro resurgía de sus cenizas: la ciudad cristalina, la arquitectura cartesiana y funcional, la nueva metrópoli virtual.

Las metáforas de ciudades ideales construidas como coronas cristalinas, montañas radiantes de vidrio y acero, y arquitecturas luminosas de dimensiones industriales atraviesan las utopías arquitectónicas de los años veinte del pasado siglo hasta cerrarse, al menos provisionalmente, en las nocturnas arquitecturas luminosas del nacionalsocialismo europeo. Su secreto sentido fue el cumplimiento de un orden absoluto, racional y perfecto de la ciudad imaginaria o metafísica, y, sin embargo, real, capaz de suprimir bajo los signos de su fas­cinación estética y el entusiasmo colectivo de lo sublime, la crisis real y la real destrucción de la ciudad clásico-moderna del siglo XIX. El mito apocalíptico de la metrópolis moderna y la correspondiente disposición anímica entre la fascinación por el espectáculo del abismo y la destrucción, y el nihilismo necesariamente ligado a la experiencia del vacío, no ha dejado de reiterarse en ulteriores símbolos de la crisis de la metrópoli contemporánea: de King-Kong a Blade Runner.

El tercer factor determinante a lo ancho de la cultura moderna lo constituye el nacionalsocialismo, que aquí deseo considerar en el sentido más amplio, es decir, desde el punto de vista de la innovación que introdujo en materia de comunicación mediática. Por decirlo más exactamente, las intuiciones y los proyectos que Goebbels desarrolló a lo largo de numerosos artículos y conferencias sobre radio, cine y cultura popular arrojaron una perspectiva que no solamente interesa al his­toriador del nazismo en un sentido restringido. Su programa de transformación cultural apunta a dimensiones plenamente contemporáneas de los medios de comunicación, considerados como sistemas de uniformización global. No se trata en modo alguno de la perspectiva simbólica e ideológica de los "lenguajes totalitarios", cuya importancia no pretendo menospreciar. Pero lo nuevo, en la teoría programática de los medios de comunicación esbozada por Goebbels, residía más bien en el proyecto global de una nueva cultura política, organizada a través de los medios técnicos de comunicación más adelantados de la época, o sea, la radio y el cine, como una gran obra de arte total. La síntesis de Krup y Wagner, que Kracauer atribuyó a la película “Metrópolis” de Fritz Lang, en realidad solamente llegó a cumplirse de manera efectiva en las estrategias de la nueva política cons­truida como una creación mediática a escala global, según la anticipó el nazismo.

Esta triple perspectiva histórica (la construcción de la realidad como simulacro a la vez tecnológico y comercial, la utopía vanguardista de la obra de arte total y la transformación mediática de las culturas históricas) define la noción contemporánea de espectáculo. Este comprende la destrucción de la experiencia individual de la realidad, la escenificación y estetización de la existencia individual, desde el vídeo hasta el diseño de los espacios cotidianos, y, por ende, la formulación global de la realidad como una obra de arte a gran escala.

El espectáculo tardoindustrial ha subvertido todas las normas y todos los órdenes de nuestra realidad social, desde el concepto de poder o de democracia hasta nuestra relación íntima con nuestro cuerpo. Ha transformado nuestra existencia individual, por una parte, en la variable de una performance previamente diseñada y, por otra, a la condición de espectador pasivo de una realidad sentida al mismo tiempo como propia y ajena, y como fascinante y terrible. Tal la condición psicótica de nuestro tiempo.

Este carácter virtual o quimérico de la existencia como un sueño ha sido un viejo motivo literario del barroco, y de la represiva concepción de la vida debida al catolicismo contrarreformista que lo sostenía. Lo real era un "gran teatro del mundo" y la vida era degradada a la virtualidad de una ficción. El mismo ideario de una existencia transfigurada en un universo de delirios y quimeras, y una experiencia de la realidad distorsionada, fragmentada o simplemente destruida, fue el motivo central y propagandístico de los programas surrealistas de una nueva edad de oro anunciados por Dalí y Buñuel alrededor de 1930. No es diferente la condición existencial del espectador normal de un golpe de Estado, teatralmente escenificado, o de una guerra total conducida como un video-game real.

La teoría crítica de Marx, el análisis de la cultura de Freud o la teoría de la sociedad de masas de Simmel habían puesto de manifiesto constelaciones afines al espectáculo tardomoderno. Marx analizó, bajo el concepto de alienación, el proceso estructural de empobrecimiento de la experiencia humana ligado al trabajo capitalista. La hiperrealidad del valor mercantil fue desentrañada como el correlato de la desrealización del sujeto en el proceso de reproducción social. En el contexto de su análisis de la vida cotidiana en las metrópolis industriales, Simmel planteó el mismo fenómeno desde el punto de vista de la teatralidad y el anonimato que imponían la racionalización y la cuantificación de las relaciones intersubjetivas en la sociedad capitalista. Tanto él como Benjamin pusieron de manifiesto la creciente abstracción emocional y social que los procesos anónimos y racionales de producción llevaban consigo, y del subsiguiente empobrecimiento de las formas de vida. El problema de la renuncia instintiva, la frustración y la agresividad, estudiado por el psicoanálisis, apuntaba en un sentido complementario: el del crecimiento de fuerzas psíquicas violentas y destructivas, tendentes a la desintegración de la civilización y de la personalidad humana.

Pero las formas de percepción de la realidad y de interacción comunicativa mediadas por los sistemas de comunicación e información electrónica señalan en una dimensión nueva y diferente. No solamente se trata del empobrecimiento de la experiencia humana o de la desrealización del sujeto. Se trata también de su sustitución por las técnicas y estéticas de producción de la realidad.

La crítica de la producción industrial de la conciencia, inaugurada por Horkheimer y Adorno en 1947, sobre la base de la experiencia social del nacionalsocialismo europeo y de la industria cultural norteamericana, constituye un paso adelante en el análisis de la superación moderna del ideal ilustrado de autonomía del sujeto. Pero la interpretación de estos filósofos se detuvo en realidad aquí: en el problema de la desarticulación de la conciencia autónoma bajo las condiciones del capitalismo desarrollado y la crítica de las modernas formas de un totalitarismo técnicamente definido.

Se reprochó a menudo en los años ochenta que el error de los autores de la Dialektik der Aufklárung residía en su presupuesto: el ideal de un sujeto consciente en un sentido afín al de la Aufklárung. Semejante crítica, aparte de ser filológicamente falsa, resulta enteramente irrelevante en el mundo de hoy, cuando la liquidación del sujeto, en aquel sentido ideal de libertad y autonomía ligado a los padres de la Ilustración y las democracias modernas, no es ya una bella construcción revolucionaria postestructuralista, sino que se ha convertido una trivialidad administrativa, a menudo cínicamente programada. La limitación histórica verdaderamente relevante del análisis de los medios de reproducción y comunicación de Horkheimer y Adorno, así como de Benjamin, reside más bien en el hecho de omitir lo que hoy podemos contemplar como la última consecuencia de su desarrollo: la transformación entera de la constitución subjetiva del humano allí donde sus tareas de percepción, experiencia e interpretación de la realidad le son arrebatadas y suplantadas enteramente por la producción técnica masiva de la realidad misma.

La liquidación epistemológica e institucional del sujeto moderno y la producción técnica de la realidad son dos aspectos complementarios ligados a lo que en un sentido muy amplio y difuso se ha llamado posmodernidad. Sin embargo, sus raíces históricas hay que buscarlas en el propio pensamiento estético y programático de las vanguardias artísticas y políticas del siglo XX, es decir, lo que se ha llamado, con mayor o menor acierto, modernidad. Significan el cumplimiento histórico de la revolución estética de las vanguardias.

 



*Tomado del libro Culturas virtuales, Editorial Coyoacán, México 2001.

lunes, 17 de mayo de 2021

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